Asomarse al calendario en septiembre nos proporciona una nueva panorámica. El nuevo curso traerá nuevas actividades, nuevas propuestas y nuevas exposiciones, pero las grandes peguntas seguirán siendo las mismas. Es cierto que la tarea de una crítica de arte ortodoxa, basada en la estética filosófica, estaría encaminada a mirar de frente a la obra de arte y preguntarse ¿qué podemos conocer aquí? Se trata de una posición digna, una actitud atemporal en la que la búsqueda de la verdad, algo que nos ha de convocar a poco que exista algo de audacia intelectual, utiliza las posibilidades del arte. Pero probablemente hoy en día no haya lugar para las “antiguas” nociones de verdad o para el concepto de “universal” en las prácticas artísticas, o al menos ese lugar se ha visto reducido. Las preguntas se han reorientado en la misma dirección que la realidad social. El presente continuo que marca nuestra vida y su reflejo en la producción cultural hace que ante una obra de arte nos preguntemos por “identidad”, “exclusión”, “género”, etc., en coherencia con un mundo conflictivo, repleto de situaciones incomprensibles tanto ética como estéticamente. Pero una nueva pregunta se une al juicio de una exposición, de una obra, de una propuesta. Se trata de su encaje en un conjunto de políticas culturales, del sentido de esa propuesta en una panorámica política más amplia, local e internacional. Y atención, no digo que esta pregunta tenga que ser la clave para comprender y entrar en diálogo con una obra o una exposición, sino que se trata de una pregunta que comienza a tener presencia, justamente porque pertenece a las formas ocultas de la producción cultural.
En sus nuevas formas y con un vocabulario cada vez
más complejo, las exposiciones, aunque con menor ritmo que hace unos años, surgen
por todas partes a pesar de la crisis, lo que nos debe hacer pensar sobre las
condiciones de producción. Esta proliferación de muestras obedece sin duda a la
necesidad de llenar los espacios culturales, museos y centros que aparecieron
inopinadamente en décadas anteriores. Pero junto a esta profusión de
exposiciones parece advertirse una perspectiva crítica sobre la pertinencia de
esta o aquella muestra, de esta o aquella producción, una crítica que ya no
solo descubre el atinado crítico cultural, si es que todavía existe dicha
figura, sino que forma parte de los comentarios y las opiniones de los
receptores. Así, desde el lugar que ocupa el público caben preguntas como ¿es
todo mercantil o todavía queda poesía en el arte contemporáneo? ¿Por qué esta
exposición llega aquí y ahora? ¿Cómo estamos dispuestos a definir el arte? ¿Cómo
funciona el sistema que le atribuye valor? Las mismas viejas preguntas ahora
reformuladas y sometidas a una presión que nos presenta, como si se tratase de
una malversación, la relación necesariamente conflictiva entre arte y sociedad.
Esta breve panorámica que dibujamos sobre el campo
de las artes debería guiar una nueva forma de acceder al complejo sentido de su
“utilidad”, porque cuando todos pensábamos que la crisis podía dar la vuelta a
ciertos modelos de hacer y de mostrar, todo sigue en una calma chicha,
indolente, acrítica. El ejercicio de resistencia que es propio del arte y de la
cultura no parece hacer frente a la colonización económica de la experiencia, que
se instala definitivamente en nuestro tiempo sin que sepamos formular nuevas
preguntas y dar nuevas respuestas.
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