Publicado en Mugalari, Gara 23/04/10
Alguien advirtió que la programación televisiva es aquello que sucede entre los anuncios, “lo que pasan entre los intermedios”. Y en realidad podemos tomar esta definición como el interruptor de una enorme batidora político-mercantil que, de la mano de la presunta diversidad de la oferta, ha ido modificando el lenguaje audiovisual hasta transformarlo en una complicada argamasa de iconos, sintonías y mensajes nada inocentes. Intentar practicar un corte o buscar una pausa en este engrudo vocinglero resulta ser una misión imposible que lamentablemente no funcionará ni siquiera al desconectarnos de la red eléctrica.
Porque efectivamente, la televisión se puede apagar pero el imaginario creado por ella no, de modo que el audiovisual tiende a convertirse en el lenguaje de nuestro imaginario. O nuestro imaginario no sabe ser sin la asistencia técnica del audiovisual. Y así, llevados por esta sobre-exposición mediática, que deviene “forma de pensamiento”, sucumbimos a la pereza intelectual.
Ante una situación generalizada de indolencia, cuando ya no hay cesura en el discurso televisual y cuando la política engorda en el mismo caldo que lo narcótico, nos reconocemos dulcemente derrotados.
Aquellas intervenciones que en algún momento inaugural de los medios audiovisuales podían clasificarse como “militantes” han sido hoy vampirizadas por la publicidad a través de sus múltiples camuflajes.
El marketing de guerrilla, se instala en la mente por caminos inverosímiles, en acciones precisas destinadas a conquistar nichos muy concretos, y siempre desde una astucia creativa que se envalentona con el arte y busca su suplantación.
El marketing político, verdadero evangelio de nuestra época, nos vende el líder como un producto salvador, infiltrándolo más allá de la campaña, porque la arena de lo político es ya continuamente electoral.
Es agradable saberse querido por alguien, la televisión nunca nos fallará.
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